Cuando llegaba a sus oído el “no matar”, se quedaba traspuesto pensando cómo podría haber gente capaz de hacer aquello. Él, que sentía escrúpulos cada vez que en su casa se sacrificaba un animal para comer, se desasosegaba en extremo pensando que eso se hiciera con personas como él, sus padres, hermanos y vecinos.
Pero por circunstancias que al joven se le escapaban, llegó un día un mandato del Gobierno diciendo que estaba movilizado y que debería incorporarse rápidamente en el acuartelamiento cercano. Y así lo hizo, como si fuera un imponderable más de la vida. Pronto comenzó la instrucción básica de un soldado: obedecer y obedecer a sus mandos, eso sí, siempre con buenas dosis de orden en vestimenta, desfiles y agrupamientos. En las sesiones teórico-prácticas fue la primera vez que oyó la manera de hacer blanco en el enemigo. Y no se percató de su verdadero significado hasta que le dieron un fusil Mauser 98, de 125 cm de longitud, 4 kg de peso, un alcance medio de 1400 metros y carga manual en peines de 5 balas por sistema de cerrojo. Con harto dolor de su corazón ensayó en dianas que eran siluetas humanas y demostró, para alegría de sus instructores, mucha destreza y eficiencia en el manejo. En un mes se dio por finalizada sus instrucción y enviado a lo que él pensaba que era un supuesto frente de una hipotética guerra. Allí se perdió su rastro y creemos que la fuerza de sus convicciones. Aquel muchacho de aldea nunca supo que participó en la Primera Guerra Mundial. Tampoco supo que había 70 millones de combatientes más, que el saldo de aquel enfrentamiento se escribiría en cifras escalofriantes: Alrededor de 10.000.000 de personas muertas, 6.500.000 inválidos, 4.250.000 viudas y 8.000.000 huérfanos.
Y es seguro que muchos de los combatientes, de bajo y alto rango, habían entendido como justo y necesario el mandamiento bíblico de no matar.
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