El repartidor de bebidas pensó que tenía básicamente dos opciones para conseguir que le retiraran la multa y no le mermaran parte de su apretado sueldo: Acudir con diplomacia y buenos modos a pedir que le retiraran la sanción, o protestar enérgicamente por lo que, a su modo de ver, era una ruptura unilateral de un pacto, una intromisión en su trabajo y un abuso de poder. Optó por lo primero.
Pero se topó con un agente joven, recién salido de la academia, que entendía como imprescindible dejar claro desde el primer día que él era autoridad insobornable. De nada valieron los argumentos del repartidor de bebidas sobre su acuerdo tácito con el sargento local, ni tampoco la precariedad de espacios que dejaban las autoridades para el reparto, ni siquiera que tenía familia que mantener, ni...
La altivez del agente hizo que la situación se le fuera de las manos y que ocurriera lo menos deseable, que el repartidor de bebidas estallara en cólera de manera incontrolada y le asestara un golpe en la cabeza con una botella de Coca Cola light de dos litros, dejándole gravemente afectado.
Fue una catástrofe para ambos. Uno quedó indefinidamente inútil para el servicio y el otro arruinó su vida para siempre. Fue una multa asesina.
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