Se
apuntó entusiasmado a un casting en el que pedían figurantes para
una película del Oeste que se rodaba en su localidad. Cautivó al
director con su figura desgarbada, ojos bizqueantes y "cara de antiguo”,
así lo definió en una primera impresión, y fue citado con día y
hora para la primera sesión. Esperaba cobrar nada menos que 125 €
y comida por día. El primer día pasó por maquillaje y le colocaron dentro
de un ropaje de buscador de oro del siglo XVIII en la lejana Alaska.
Su trabajo consistía en dar ambiente entre los parroquianos de un
viejo salón, donde todos bebían whisky, en realidad té, y él
comía un espeso guiso de carne con patatas, zanahorias y guisantes
en un primer plano de mucho realismo. Tanto que en cada toma debía
tragar no menos de tres cucharadas. La belleza y la verosimilitud que
daba a la escena arrancaba aplausos del entusiasmado director que no
dejaba de felicitarle en cada una de las repeticiones con palmadas en
la espalda y frases del tipo “eres un crack”. Desde la sexta
hasta la novena toma, de espaldas, sólo tuvo que hacer gestos con la
cuchara de palo, pero ya desde la décima tuvo que reiniciar la
ingesta de aquel guiso frío y cada vez más vomitivo, simulando una
avidez que ya no sentía. En la vigésima toma se desmayó y tuvo que
ser llevado al hospital con una perforación en píloro. Y no volvió
más al rodaje.
El
director bramaba con frases como “ya no hay actores como los de
antes que no cascaban nunca”, “esto me pasa por trabajar con
aficionados”, “me cago en el seguro que nos va a dar un palo”.
Desde luego, nunca supo el nombre del figurante, el de “cara de
antiguo”.
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