Tenía
tanto miedo a la soledad que decidió vivir siempre acompañado. Así
qué llenó su entorno de aparatos que le daban la sensación virtual
de estar rodeado siempre de gente. Su casa era un compendio de
tecnologías de imagen y sonido y por la calle se le veía siempre
como un hombre fundido a unos auriculares o atado al teclado de su
móvil de última generación. En contadas ocasiones prescindía de
sus herramientas para prestar ojos y oídos a personas de carne y
hueso.
Pero
un día ocurrió lo inevitable de la forma más inesperada: un
desgraciado accidente en un paso de cebra, causado por su
ensimismamiento, hizo que un tranvía le rompiera ambos brazos a la
altura de la muñeca. Y ¡ay, desgracia!, se quedó inútil e
incapacitado para muchas tareas que había convertido en
imprescindibles en su vida. Llevó mal el no poder atender por sí
mismo necesidades propias de aseo, alimentación y cuidado, pero
sufrió lo indecible, hasta la desesperación, por no poder pulsar
una triste tecla o deslizar la yema de sus dedos en cualquiera de sus
artilugios.
Evidentemente
tuvo que adaptarse a la nueva situación y en ello tuvo que ver mucho
su querida abuela que le atendió solícita, le suplió durante una
temporada en lo que pudo y colmó toda su vacío tecnológico con una
vetusta radio de pilas en la que se oían interminables entrevistas,
noticiarios, partes meteorológicos, publicidad redundante, música
desconocida para él, concursos y hasta la santa misa por la mañana,
esquelas a diario, felicitaciones de cumpleaños y el rosario
vespertino de rigor... Varias veces pensó en la vacuidad de la vida
y en la posibilidad de suicidio, pero lentamente sufrió una catarsis
que le devolvió a la vida: Descubrió que existía otro mundo de
gente variopinta con muchas vidas diferentes y posibles, mucha gente
capaz de hacer algo más que contemplar su propio ombligo.
Por
supuesto que se recuperó en el plazo previsto por los médicos. Pero
desde entonces fue otro.
_____ o _____
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