29 ago 2013

Impunidad perdida

Un hombre de sienes plateadas y andares cansinos se acercó a su superior y esperó sumiso sus palabras. Se hallaba en la sala capitular a solas con su obispo.
-Padre Rebollo, usted ha cometido pecados horribles que mancillan su ministerio y ofenden a nuestro Señor -argumentó el obispo.
-Dios es misericordioso -se atrevió a argumentar el acusado.
-No lo dude, Dios puede perdonar todas las debilidades humanas si hay verdadero arrepentimiento, pero usted debe rendir cuentas ante los hombres.
-Yo siempre he amado a todas las criaturas del Señor.
-Su amor ha sido más carnal que espiritual, padre Rebollo. Rinda cuentas por sus pecados. ¡Que Dios tenga misericordia de usted!
-¿Lo que el Señor juzga y perdona deben juzgarlo los hombres?
En el exterior sonó un claxon atronador y una voz rasgó los aires.
-¡Abran la puerta, policía judicial!
-Sí -respondió el obispo -. Desde hoy, sí.
El furgón policial que le esperaba en la calle tenía ya la puerta abierta.

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