Un
hombre de sienes plateadas y andares cansinos se acercó a su
superior y esperó sumiso sus palabras. Se hallaba en la sala
capitular a solas con su obispo.
-Padre
Rebollo, usted ha cometido pecados horribles que mancillan su
ministerio y ofenden a nuestro Señor -argumentó el obispo.
-Dios
es misericordioso -se atrevió a argumentar el acusado.
-No
lo dude, Dios puede perdonar todas las debilidades humanas si hay
verdadero arrepentimiento, pero usted debe rendir cuentas ante los
hombres.
-Yo
siempre he amado a todas las criaturas del Señor.
-Su
amor ha sido más carnal que espiritual, padre Rebollo. Rinda cuentas
por sus pecados. ¡Que Dios tenga misericordia de usted!
-¿Lo
que el Señor juzga y perdona deben juzgarlo los hombres?
En
el exterior sonó un claxon atronador y una voz rasgó los aires.
-¡Abran
la puerta, policía judicial!
-Sí
-respondió el obispo -. Desde hoy, sí.
El
furgón policial que le esperaba en la calle tenía ya la puerta
abierta.
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