5 ago 2013

El traficante

El joven espigado de pelo negro, patillas largas como el filo de una navaja, que calza zapatos de cuero negros y puntiagudos, pantalón de pitillo gris marengo, americana del mismo tono, cinturón ancho de hebilla metálica plateada, camisa negra azabache, corbata blanca y gafas de sol ocultando unos ojos inquietos y nerviosos... es un traficante. Pero sólo lo sabe él. Y nadie más.
Se encuentra en un aeropuerto del sur dispuesto a tomar un vuelo que lo lleve al centro de Europa. Está en tensión, porque ha pasado sin problemas el primer control en Marruecos y el arco-detector no ha descubirto ninguna anomalía en su cuerpo, pero le queda pasar una prueba más. Lleva bolas de hachís en su intestino grueso. Tiene miedo, porque es su primer trabajo de camello, algo que sólo sabe él en aquel anodino control de pasajeros de un aeropuesrto mediterráneo.
Los que esperamos impacientes la larga cola que nos lleva al arco-detector nos miramos unos a otros con indiferencia y educada curiosidad. Ciertamente, todos nos hemos fijado en el joven, precisamente por su toque snob, algo que contrasta con la despreocupación en la vestimenta de quienes le rodeamos. Nadie sospecha que es un traficante, sólo lo sabe él.

El joven está pendiente de todo lo que le circunda, oculto tras sus gafas y ansioso por llegar al destino, deshacerse de la carga y cobrar los 15.000 € que le han prometido por cinco días de trabajo. Podrá continuar su vida habitual administrando pausadamente estos dineros y...
En aquel momento un policía, que no sabe que está ante un traficante, se le acerca, le toma del brazo y le indica, tanto a él como a los que nos encontramos detrás, que formemos otra fila. Le seguimos obedientes. En aquel momento el joven pierde los papeles, se le deshace el ánimo y da un paso atrás en su anonimato. Literalmente se va por las piernas. Pero nadie sabe todavía que es un taimado traficante, sólo empieza a sospechar que es un cagón.
Un apestoso olor, no exento de la desaprobación de la concurrencia y de gestos de náuseas de los policías que atienden el arco detector, no impide que los pasajeros continúen con el control. Y ocurre lo evidente, el snob que todos habíamos admirado, tiritando como un junco en pleno huracán, y consciente de que las bolas habían perdido la inmunidad que les daba su intestino, hace vibrar a su paso la alarma del escanner con más fuerza que las campanadas de tres camiones de bomberos.
De inmediato, el funcionario que vigila la pantalla, al grito de ¡un culero con hachís! abandona el puesto, extiende las esposas y con un sonoro ¡queda usted detenido! le inmoviliza contra una pared. Inmediatamente el agente se retira entre vómitos. Y no es necesaria la colaboración de ningún otro agente, porque el detenido yace en el suelo desmayado. Desde aquel momento, todos menos el desvanecido, somos conscientes de que estamos ante un traficante cagón.
Lo cuento como sucede, casi en directo, momentos antes de desvanecerme yo mismo por la impresión que me causa el incidente y por la imposibilidad de seguir contando un episodio que afectó en exceso a mi pituitaria en particular y a mí en general...

_____ o _____

No hay comentarios:

Publicar un comentario