El
compañero de piscina fue muy amable. Estuvimos 50 minutos en un ir y
venir por la misma calle de nado continuo y él se esmeró en no
molestar, atento en los cruces y cediendo el paso cuando correspondía
a nuestra desigual velocidad. Durante este tiempo le vigilaba por el
rabillo del ojo, con la discreción que da hacerlo bajo el agua con
gafas acuáticas. Es un pasatiempo más en este deporte tan marcado
por la rutina, la repetición mecánica de movimientos y la soledad,
que se dice, del disciplinado corredor de fondo.
Es
así cómo pude percatarme de que su rostro era rudo, pero no falto
de atractivo, que su cabello era rubio y no encanecido, que andaba
por los cuarenta años, que su cuerpo era musculoso, que... Durante
un rato disfruté observando sus movimientos enérgicos y armoniosos.
A
estas alturas yo me sentía cautivada por aquel hombre y empecé a
construir su imagen a mi gusto. Me preguntaba si sería un ejecutivo,
un técnico, si trabajaría por la zona, si... estaría "disponible",
en pocas palabras. A la media hora me había convertido ya en una
mujer muy interesada en él. Así que, aprovechando que en uno de los
largos me venía pisando los talones, me paré en la pared y le cedí
el paso, con una de mis mejores sonrisas. El me miró, asintió con
la cabeza y soltó un "gracias" casi inaudible. Le seguí
sin más por detrás, observando sus musculosos brazos agitándose
riítmicamente en el agua, la toma de aire con un ligero movimiento
lateral del cuello cada tres brazadas, el rebufo de espuma que surgía
de sus poderosos pies en movimiento... No sé si a las demás mujeres
les ocurren las cosas de este modo, pero desde luego a mí me pasa
que de la manera más tonta me quedo platónica y perdidamente
enamorada.
Llegó
un momento en el que me sentí flotando más por mis elucubraciones
que por mi técnica natatoria, abandonada a la agradable sensación
de estar soñando con todas mis frustraciones en el nivel alfa de la
felicidad. Y en ello estaba cuando sucedió aquello. Me acercaba al
final de la calle y él estaba detenido en pie, esperándome.
Ralenticé mis movimientos y me acerqué con los ojos bien abiertos
observando su cuerpo sumergido, su bañador ceñido, sus evidentes
méritos ocultos, sus glúteos firmes, su abdomen torneado y, para mi
sorpresa, dos extrañas cicatrices a la altura del estómago que
parecían réplicas simétricas de su ombligo. Confundida saqué la
cabeza del agua y le miré con la cara más angelical de mi vida. Me
devolvió la sonrisa y me indicó gentilmente con la mano que
siguiera. Así lo hice, esmerándome al máximo en hacerlo con mi más
cautivador estilo.
Ya
metida en el siguiente largo me percaté de que algo extraño y no
previsible se me estaba planteando. Y es que en su hombro desnudo
había visto también otra inquietante cicatriz similar a las
observadas. Me preguntaba qué origen tendrían. Y con estos
pensamientos y cavilaciones se me empezó a enfríar mi talante
enamoradizo. Aquel hombre encerraba un misterio que me daba un punto
de desconfianza y temor. Deseché la idea de que fueran fruto de una
posible operación quirúrgica, ya que las cicatrices de quirófano
se disimulan de mejor manera, y me centré en más arriesgadas
hipótesis. De repente sentí un incómodo desasosiego pensando que
podrían ser balazos... Y una tremenda inquietud se apoderó de mi
mente. Por la morfología, calibre y situación de los orificios,
parecía claro que aquel hombre había pasado por el terrible trance
de un tiroteo.
Sin
mirar atrás me acerqué al final de mi calle y abandoné la piscina
sin dirigirle una triste mirada de despedida. El enamoramiento se fue
tan rápido como llegó. Porque no me gustan
los personajes metidos en balaceras. Sin más.
Ya
sé por experiencia que en todo episodio de este estilo, tras el
momento puramente platónico se pasa a una segunda fase, la de
confirmar las expectativas o rematar, en palabras de mi amiga
Mari Pili. Además, como dice ella, a mí me cuesta mucho superar el
principio de la gravedad sentimental.
Me explico: es un principio matemático-psicológico por el que se
mide hasta qué punto una puede quedar gravemente tocada en su
estabilidad emocional. Os juro que es una ley muy interesante. Por
eso me quedo tranquila. Os lo digo yo, Margarita Cienfuegos Extintos.
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