Aquiles ejecutó la pena máxima de tacón, mientras Zeus sonreía angelicalmente cogido del brazo de la celosa y vengativa Hera. Al tiempo, Neptuno, fuera de sí, ensartaba en su tridente a una de las sirenas que intentaron camelar a Ulises y la Venus de Milo iniciaba una estruendosa salva de aplausos.
Allí no estaba de voyeur Shakespeare, presto a recoger aquel sinsentido en una tragedia celebrada.
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