9 jun 2013

Asesino en casa

Levantó los ojos para ver al dueño de la sombra que se cernía sobre ella. Quedó petrificada. Un desconocido, puñal en ristre, la observaba con intenciones nada dudosas. Supo que había llegado su hora. Cerró los ojos, se cubrió el rostro con las manos, con los antebrazos el pecho y esperó entregada. Era consciente de que una hoja afilada se abriría paso en sus carnes, que se desangraría en medio de la brutalidad del ataque, que sucumbiría al dolor… Y esperó inmovilizada por el pánico.
Tan largo se le hizo aquel instante que se atrevió a abrir un ojo y vio un rostro duro y despiadado concentrado en estudiar sus puntos más débiles, el flanco por donde iniciar la embestida. Abrió más sus pupilas y trató de pedir clemencia con su boca reseca y, sorprendentemente, reconoció unos rasgos familiares.
–No he querido molestarte mientras hacías yoga en la alfombra –le dijo su padre que se ocupaba de pelar unas patatas para la cena y que, desde aquel día aún más, renunció a entender los repentinos ataques de llanto de su hija adolescente.

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