Caminaba por la orilla del río abstraído en sus pensamientos. Pensaba en su hijo ya ausente que ya no venía a casa ni en Navidad, en su hija desconsolada que después de romper con su novio llevaba un año encerrada en casa sin dejar de llorar, pensaba en su mujer atiborrada a pastillas para combatir la depresión, pensaba en su recién estrenada jubilación tratando de hace planes imposibles para disfrutar de la última etapa de su vida... Pensaba, en fin, en lo complicado que resultaba ser feliz. Y en estas estaba cuando llegó al cementerio y por no se sabe qué oculto instinto se acercó a la puerta y contempló los nichos. Allí estaba toda su familia materna casi entera. Una lápida lo dejaba bien claro: Familia Baraya. Leyó la lista de los enterrados, adivinó, incluso, dónde tocaba esculpir su nombre con la fecha de nacimiento y muerte, (uf, hay sitio para mí, se dijo), y pensó cómo sería la urna de sus cenizas... Finalmente sonrió sintiéndose arropado por sus padres y abuelos. Volvió a casa renovado. Sabía ya de sobra en qué le tocaba pelear.

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