Desde mi ventana, con las cortinas echadas, estuve espiando una temporada a una pareja de jilgueros que se afanaban en procrear. Primero construyeron su nido en el árbol de enfrente, lo defendieron de okupas oportunistas y la hembra acabó depositando cuatro huevos, creo, de un color azul pálido con pintas ocres, rosas y rojizas que incubó con dedicación unas dos semanas, mientras el macho la alimentaba con un empeño amoroso digno de elogio. Vi pronto aparecer cuatro bocas, creo, que reclamaban alimento y que saciaron su hambre después de los denodados esfuerzos de sus progenitores. Cuando ya vi asomar el plumón llegó la catástrofe. Una urraca miserable y asesina asaltó el nido y de manera despiada los mató ante la desesperación e impotencia de los padres. Se los llevó en el pico de dos en dos, creo, supongo que a su nido para alimentar a su propia prole. Y los jilgueros desaparecieron del árbol que estaba frente a mi ventana dejándome consternado y sin consuelo. Fue la peor experiencia de mis dos años de preparación intensa de oposiciones a juez.
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