El marido se enfadó. Gastamos en tres semanas, protestaba, lo que ganamos al mes, así no podemos seguir. Es que, se disculpaba su mujer, no encuentro nada más barato en el mercado. Y mira que lo busco. El hombre se quedó mirando al suelo y un furor tremendo le estalló en el alma cuando el niño abrió la boca: Papá, es que somos pobres. Pues hay que ahorrar, gritó enfadado. La madre miró el calzado de su marido y del niño. De puro baratos no les habían durado ni un año y pedían sustitución. Ni se acordaba de cuándo comieron pescado o carne de vacuno. Menos aún de dulces. Estaba harta de comer pan y patatas. Se asomó a la ventana del patio interior y dejó escapar unas lágrimas de desesperación. Enfrente estaba una vecina que a buen seguro había seguido toda la conversación. Es la inflación, le dijo. No tienes la culpa. Los ricos se defienden comprando más barato, nosotros no podemos ni eso. Aunque sonrió forzadamente, la maldijo para sus adentros. Desde aquel día odió a la vecina, a los ricos, a la pobreza y, por supuesto, a la inflación.
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