El jerarca hizo muchas cosas durante su mandato de casi dos décadas. Cambió el país, eso decía, y tuvo a sus conciudadanos, no me atrevo a decir súbditos, con la boca bien callada, pues no toleraba ni una crítica. Presidía un gobierno hecho a su medida y no dejaba de acudir a cualquiera de las inauguraciones de obra pública que él había mandado realizar. Su cumpleaños era fiesta nacional y el nacimiento de sus numerosos hijos era motivo de amnistías políticas a sus adversarios más tibios. En todas las ciudades, y hasta en aldeas remotas, había una calle o plaza que llevaba su nombre, con una estatua de él mismo que dejaba claro quién era el más importante en el aquel país. La presencia en los medios de comunicación era excesiva, pero nadie se atrevía a proferir una queja. Cierto es que en aquel país la forma de acceder al poder nunca pasaba por unas elecciones, pues se apañaban bastante bien con un golpe de estado de vez en cuando, así que, como a él también le llegó ese día, no pudo transferir el poder a su heredero como él hubiera deseado. Los ciudadanos, en un gesto que los definía desde siempre, generación tras generación, encogieron los hombros, fruncieron el ceño y se percataron pronto de que llegaba un nuevo autarca. Miraron con desdén las estatuas del anterior gerifalte y empezaron a pensar en la cuantía de los nuevos impuestos que recibirían para poder hacer frente a la renovación de los monumentos que exigiría el nuevo déspota. Lo demás ya era resignación.
________
No hay comentarios:
Publicar un comentario