5 ago 2022

Crueldad rentable


Desde que nació en este mundo tuvo un mal pálpito. Me parece que la voy a liar parda, se decía. El caso es que no tenía mala pinta. Era un objeto metálico de forma cilíndrica que acababa en punta. Brillaba cuando recibía rayos del sol y era mimado por sus propietarios que lo mantenían limpio y calentito, bien ordenado en una baldas con otros congéneres que tranquilos y serenos no se quejaban de nada y vivían plácidamente. Pero a él no se le iba la idea de que había llegado al mundo para hacer el mal. Era un presentimiento. Y lo acabó de confirmar un día de mucho ajetreo. Este artilugio fue trasladado con mucho cuidado a un avión, llamado Enola Gay, donde le colocaron bien amarrado en un compartimiento cerca de una compuerta que no le daba buena espina. Un hombre vestido de uniforme pintó sobre su piel un nombre, Little boy, leyó. Cuando el rótulo se secó, le sacó brillo y hasta una foto. El caso es que emprendió un largo viaje a través del Pacífico y cuando menos se lo esperaba, vio cómo se abría la exclusa y era enviado a la calle sin ninguna contemplación. Cayó en el vacío y pronto vio que el piloto había dejado claras sus intenciones, pues iba directo al centro de una ciudad. Pudo leer en algún rótulo comercial Hiroshima y, bueno, pensó, ya sé donde voy a caer. Pero no supo más, porque una gran explosión borró su materialidad y desapareció para siempre, así como cientos de miles habitantes de aquella ciudad maldita que un lunes del 6 de agosto de 1945 pasó a la historia por ser víctima absurda de una guerra regida por la lógica de la muerte que dictan militares y dirigentes políticos de discutible humanidad.

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