Cuentan del Rey Salomón que era muy aficionado a comer sandías cultivadas en el Valle del Jordán. Cuentan también que era tanta su ansia por calmar la sed con su jugo que les atizaba un espadazo a las cucurbitáceas para ver su color y textura y poder sorber su jugo cuanto antes. Cuentan que llegó a ser un experto en valorar las virtudes del preciado fruto y que sus barbas tenían el color rojizo de la entrañas del mismo. Y cuentan que Salomón era un virtuoso en el uso de la espada y que más de una vez le sirvió de gran ayuda en dirimir conflictos e impartir justicia. Tanto es así que un día ofreció el arma para que uno de sus lacayos de la guardia real partiera en dos a un niño cuya patria potestad se disputaban dos mujeres. La que más miró por la criatura, entre abundantes lágrimas y conmovedores lamentos, fue la que se quedó con el niño finalmente. Majestad, le comentó aliviado un sirviente de confianza, me temí lo peor. Tráeme una sandía, Gedeón, que a mí me han entrado sudores.
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