El enterrador era hombre de varios oficios. Tenía una huerta y era hortelano, unas cabras y era ganadero, se ofrecía para arreglar tejados y era albañil y también fontanero cuando recomponía una canalón o arreglaba una conducción de agua, pintor cuando encalaba una fachada y pescador cuando cogía truchas en el río y recadista cuando cumplía los encargos que le solicitaban, pastor si cuidaba un rebaño ajeno... Pero eso sí, todos le conocían como "el enterrador" y él no entendía el porqué. Si al fin y al cabo paso por el cementerio no más de 8 ó 9 días al año... Mientras esto pensaba no dejaba de tirar paladas de tierra sobre el ataúd de don Gerardo, el que fuera su maestro en la escuela. ¡Qué cabrón era conmigo! ¡La de veces que me castigó! Algo de ira notó el cura y le reprendió. Más suave, Patachula, más suave. No, si estoy rodeado de cabrones por todos los lados, se dijo, espera que te entierre a ti y verás con qué ganas te tapo. Acabó la ceremonia y le pagaron 10 €, también le regalaron una cerveza caliente porque le vieron sudar. De camino a casa no le saludó nadie, dos perros le ladraron y unos adolescentes se burlaron de él. Esto le encendió la sangre. A estos no llegaré a enterrarlos, qué pena, pensó. Pero los demás, que se preparen.
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