Todos tenemos un árbol en nuestras vidas, decía el abuelo Simón. Bueno, en nuestra infancia, precisaba. Ya fuera porque jugabas alrededor, conversaras con la gente, comieras sus frutos o porque ocurriera algo bajo su copa. El Tío Machuca se quedó pensativo. Al cabo de un rato asintió. Cierto, recuerdo que de niño vi por primera vez un nido de jilguero en el árbol que había frente a la ventana de la cocina de casa y toda la familia estaba en éxtasis. O cuando un temporal rompió una rama y se cargó todo el tendedero de ropa. ¿Eso fue lo más trágico? El Tío Machuca se rio. Sí, se cargó unos calzoncillos míos. ¿No tenías más? Justo, justo. Pues mi experiencia más triste nunca la olvidaré. Un día apareció una soga colgada con un nudo corredizo en el árbol de nuestros juegos. Unos hombres tuvieron que disuadir a Tomasín para que no se colgara. Me quedé muy impresionado. ¿Qué le pasaba? Tenía cuatro hijos y se había quedado sin empleo. Lo bueno fue que al día siguiente le salió una oferta de trabajo en el ayuntamiento y asunto arreglado. ¿De qué trabajó? De podador y jardinero. Y se notaba, nos dejó varios años el árbol sin ramas. ¿Represalias? Algo así. De verdad que yo tengo perfectamente grabada la imagen de aquellos árboles de la infancia. Y yo.
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