El
doctor Rieux me trató amablemente desde el primer minuto. Me lo
presentó un amigo común, el periodista Rambert, en una terraza
soleada del puerto viejo de la ciudad. Me habló de experiencia en la
epidemia que asoló Oran en 1846. Los primeros dos meses, me confesó,
fueron tremendos, la gente moría a diario por centenas, las escenas
en las casas o en el hospital eran estremecedoras, viendo sufrir a
los enfermos y consolando a los familiares. Le entiendo y no le
envidio, le dije, hace falta mucha humanidad para permanecer entero
en esos casos. ¿Acaso usted no la hubiera tenido? Habría que verlo
y no lo sé, por eso le admiro. Pues siento decepcionarle, porque al
principio me movía mi deber y la piedad hacia los que sufrían. Y
¿ahora? La piedad creo que no me sirve, es algo inútil en este
momento, ya solo atiendo, curo y que sea lo que tenga que ser; solo
deseo que esto acabe. Me quedé confuso, me parecía un hombre muy
empático, capaz de ponerse en la piel de los otros. Pero pronto
comprobé que mentía a medias. Doctor, le dije, no sé si decírselo,
pero es que tengo unos bultos sospechosos en la ingle... Cambió la
cara, cambió de postura, tomó un trago largo de cerveza y sin
mirarme a la cara me indicó que pasara al día siguiente por el
hospital público. Le recibiré yo, me dijo perdiendo su mirada en el mar azul que se extendía ante nosotros. Y se acabó la
conversación.
NOTA:
Inspirado en la Peste, de Albert Camus.
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