10 abr 2020

En tiempos de peste

El doctor Rieux me trató amablemente desde el primer minuto. Me lo presentó un amigo común, el periodista Rambert, en una terraza soleada del puerto viejo de la ciudad. Me habló de experiencia en la epidemia que asoló Oran en 1846. Los primeros dos meses, me confesó, fueron tremendos, la gente moría a diario por centenas, las escenas en las casas o en el hospital eran estremecedoras, viendo sufrir a los enfermos y consolando a los familiares. Le entiendo y no le envidio, le dije, hace falta mucha humanidad para permanecer entero en esos casos. ¿Acaso usted no la hubiera tenido? Habría que verlo y no lo sé, por eso le admiro. Pues siento decepcionarle, porque al principio me movía mi deber y la piedad hacia los que sufrían. Y ¿ahora? La piedad creo que no me sirve, es algo inútil en este momento, ya solo atiendo, curo y que sea lo que tenga que ser; solo deseo que esto acabe. Me quedé confuso, me parecía un hombre muy empático, capaz de ponerse en la piel de los otros. Pero pronto comprobé que mentía a medias. Doctor, le dije, no sé si decírselo, pero es que tengo unos bultos sospechosos en la ingle... Cambió la cara, cambió de postura, tomó un trago largo de cerveza y sin mirarme a la cara me indicó que pasara al día siguiente por el hospital público. Le recibiré yo, me dijo perdiendo su mirada en el mar azul que se extendía ante nosotros. Y se acabó la conversación.
NOTA: Inspirado en la Peste, de Albert Camus.

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