Don Tomás
Villacil era una fraile furibundo y aterrador. Soltaba unos sermones
en los que era capaz de citar los pecados más comunes de los alumnos
masculinos de aquel internado y, seguido, presentar las penas eternas
que nos caerían a todos de morir al día siguiente. No olvidéis,
nos decía, Paolo de Tocaila cometió el pecado
solitario
por la noche en su cama, y al amanecer apareció muerto, tieso y
frío, por un ictus. ¿Dónde fue? Y tras un silencio muy calculado
nos explicaba el destino. ¡Al infierno! Todos temblábamos y
prometíamos cumplir fielmente, al pie de la letra, como si de
frailes cirtercienses se tratara, todos los mandammientos de la ley
divina. Cierto, lo confieso, es la vez que más cerca estuvo Juan
Badaya de convertirse definitivamente en creyente y practicante. Me
salvó de dar el paso Angel Doce, un alma caritativa que se
encontraba a mi lado y que me abrió una luz. Tranquilo, Juanito, me
dijo, tú, hagas lo que hagas, duérmete siempre con un acto sincero
de contrición. Oséase, arrepentimiento
y propósito de enmienda, que eso
lava toda culpa y da pasaporte, como menos, al purgatorio. ¡Uf, qué
liberación!
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