Se
dice siempre que en el año 1000 d.C. se extendió la certeza en el
mundo occidental de que se acababa el mundo. Muchos se prepararon a
morir en un cataclismo y a ser juzgados por sus pecados en un juicio
exprés que les mandaría al cielo o al infierno. Otros, pocos
seguro, se dedicaron a disfrutar lo poco que les quedaba y lo
hicieron a su manera, probablemente disfrutando de los pequeños
placeres que ofrecía la vida. Los mejor parados fueron aquellos que
se dejaron llevar de su instinto comercial y se dedicaron a comprar
lo que los demás entregaban a precio de saldo. Total, ¿para qué
iban a servir? Fueron 365 días de incertidumbre que acabaron
destrozando los ánimos de los más enteros. Pero la noche en que se
acabó el calendario y comenzó el nuevo año, se toparon con la
realidad. Nada había ocurrido y todos debían dedicarse a los gozos
y las penas del vivir. Lo malo fue que habían descuidado las
cosechas y el ganado y tuvieron que afrontar hambrunas, epidemias y
peste en los años siguientes.
La
segunda parte de la historia es para mí la más triste. Se refiere a
uno de mis antepasados, Adiel Cohen, que salió favorecido de aquella
absurda profecía milenarista, ya que se enriqueció con los bienes
que le vendieron aquellos que estaban convencidos de la llegada del
fin del mundo. Aquellos cristianos ingenuos, empobrecidos,
hambrientos y rencorosos, pusieron los ojos en él y acabaron
matándole. Por no ser, o haber sido, como ellos. Era un hereje. Yo
digo que él no engañó a nadie, no se aprovechó de nadie,
simplemente no creyó aquella historia delirante. Pero aquellas
gentes fustradas lo mataron. Por ser distinto. Los Cohen, pues,
tenemos un mártir. Y memoria.
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