El
escritor novel, después de dar muchas vueltas en la cabeza a la
idea, consiguió escribir una historia. Hablaba de un novato que
quería presentar un texto a un concurso y que, como se le echó el
tiempo encima, llegó fuera de plazo. Tal fue su desespareción que
decidió tomárselo a la tremenda y planeó suicidarse a las 8:30 de
la mañana del día siguiente tirándose desde un puente muy alto a
un torrente furioso que pasaba por su ciudad. Por lo menos, escribió
en la última frase, sentiré las caricias del aire cuando descienda
en el vacío. Su madre, poco ducha en estas cosas de la creación,
fisgó en pantalla el escrito y se lo tomó tan en serio que llamó a
la policía para que pusieran freno a aquel intento. El sargento
Pedrosa, que se hizo cargo del caso, lo arregló fácilmente con una
llamada telefónica que realizó delante de la madre. Manuel
Marrodán, preguntó, ¿me explicas dónde hay un puente muy alto en
nuestra ciudad? Es que estoy recogiendo información para un tríptico
turístico. ¿Puente? Si esta ciudad es llana como la palma de la
mano... Vale, vale, perdone, perdone. El sargento cortó la llamada,
se encogió de hombros y sonrió. ¡Ay! No me diga más, qué susto
me he llevado, son cosas de madres aprensivas.
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