31 jul 2019

La guerra que les tocó a otros

En el atardecer de una día cualquiera de verano, las tropas del emperador avanzaron por el valle en formación, abiertas en un frente de 1.500 metros barriendo centímetro a centímetro la vega sin importarles qué era lo que sus pies aplastaban. Jacinto, nada significado políticamente con ninguno de los bandos, salió a protestar. ¡Estaban arrasando sus cultivos! Un cabo le empujó diciendo que se callara por su propio bien, un sargento le apuntó con su bayoneta para que se apartara y dejara de molestar. No valió de nada. Jacinto, que veía que sus hortalizas desaparecían bajo la bota militar, agarró una azada y la blandió amenazante para que tuvieran más cuidado en sus pasos. Un sable le segó el cuello. Era un teniente barbilampiño y nervioso que seguía el ritmo de un tambor que marcaba sus pasos y que le mandaba directamente a coquetear con la muerte. No podía admitir distracciones en su camino, quizás el camino de su propia tumba. Jacinto agonizó en la cuneta sin que nadie le socorriera, al igual que las plantas de su huerta. Todos ellos exhalaron el último suspiro sin saber que el emperador había logrado la victoria. Ni que aquellos campos regados con tanta sangre dieron una excelente cosecha en el año siguiente.
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