En
el atardecer de una día cualquiera de verano, las tropas del
emperador avanzaron por el valle en formación, abiertas en un frente
de 1.500 metros barriendo centímetro a centímetro la vega sin
importarles qué era lo que sus pies aplastaban. Jacinto, nada
significado políticamente con ninguno de los bandos, salió a
protestar. ¡Estaban arrasando sus cultivos! Un cabo le empujó
diciendo que se callara por su propio bien, un sargento le apuntó
con su bayoneta para que se apartara y dejara de molestar. No valió
de nada. Jacinto, que veía que sus hortalizas desaparecían bajo la
bota militar, agarró una azada y la blandió amenazante para que
tuvieran más cuidado en sus pasos. Un sable le segó el cuello. Era
un teniente barbilampiño y nervioso que seguía el ritmo de un
tambor que marcaba sus pasos y que le mandaba directamente a
coquetear con la muerte. No podía admitir distracciones en su
camino, quizás el camino de su propia tumba. Jacinto agonizó en la
cuneta sin que nadie le socorriera, al igual que las plantas de su
huerta. Todos ellos exhalaron el último suspiro sin saber que el
emperador había logrado la victoria. Ni que aquellos campos regados
con tanta sangre dieron una excelente cosecha en el año siguiente.
_____ o _____
No hay comentarios:
Publicar un comentario