Se
pasó toda la vida haciendo méritos para ganarse el cielo, pero un
desliz grave contra el noveno mandamiento, que cometió, antes del grave accidente sufrido que lo
tenía en coma inducido en la Unidad de Cuidados Intensivos, lo tenía
amargado. Se le acercó una neoróloga y le preguntó qué era lo que
tanto le incomodaba. Naturalmente no respondió, pero su
electroencefalograma mostraba una inquietud inexplicable. El equipo
médico decidió sedarlo para favorecer la eliminación del hematoma
intracraneal y permitió que la familia cercana lo pudiera visitar
diariamente al menos durante 5 minutos. Con ellos se coló un cura
amigo. La percepción del enfermo le permitió advertir la visita y
sintió que aquél hombre de Dios, con la bendición que le dedicó,
perdonó su pecado. El hizo un sincero acto de contrición y quedó
sereno como un lindo atardecer. Y así es como se inició la mejora
de aquel pecador, hasta el punto de que un día abrió por fin los
ojos. La neuróga auscultó al paciente y dio las indicaciones
precisas al equipo de enfermería para que le atendieran. Pero las
cosas se torcieron, porque el pronunciado escote de una de las
enfermeras hizo que aquel hombre, por lo que se ve pecador y
reincidente, hizo que se dejara llevar por el vicio irresistible de
tener un mal pensamiento, y de nuevo se sintió abrumado por faltar
al noveno mandamiento de la Ley de Dios. Empeoró al instante y de
nuevo la zozobra se reflejó en los aparatos que escaneaban su
cerebro, sin que el equipo médico encontrara alguna explicación.
Afortunadamente, el cura era de visita diaria, y contribuyó como el
que más a la sanación definitiva. Cuando el enfermo recuperó ya la
consciencia de manera permanente, se confesó de verdad y quedó para
siempre en paz con Dios y más consigo mismo. Pero pidió un favor al
señor cura. Venga todos los días al anochecer a darme confesión,
que necesito el perdón de Dios, que los ojos se me van sin poderlo
remediar.
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