Nunca
olvidaré aquel día en el que salió a la luz una parte de la
intrahistoria familiar. Empezó de una manera tonta, pero todos nos
enteramos de algo que hasta entonces era secreto. Así de repente, mi
hija de 18 años aseguró en medio de una comida familiar que ella se
veía perfectamente capacitada para trabajar en un servicio de
teléfono erótico. Yo me quedé de piedra, la abuela casi se desmaya
y el abuelo estalló en una risa nerviosa. Sí, es muy fácil
entretener a los imbéciles que llaman y excitar sus fantasías,
mientras yo estoy segura, lejos y en el anonimato. Pero, ¿tú estás
loca? le grité. Es mejor eso que violar mujeres en la calle, al fin
de cuentas es un servicio a la sociedad, retiro de circulación a los
salidos, ¿no? ¡Juana!, llamé a mi mujer, mira la estupidez que
cuenta tu hija, que quiere trabajar en una línea erótica. La madre
apretó la boca y taladró con sus ojos a los presentes. Total,
continuó mi hija, ya he hecho algunas pruebas y veo que no lo hago
mal. ¿Cómo? ¿Qué dices? Sí, tú no sabes qué fácil es...
¡Vale!, cortó la madre, callaos todos. Marta, ¿quién te ha
contado que yo atendí unos años un consultorio de esos? ¿Quién?
La hija se quedó sorprendida, no tenía ni idea. ¿Quién? insistía
la madre que ya iba derecha hacia el abuelo que aún seguía con su
risa nerviosa y que se apresuró a disculparse. Yo, yo, no, lo juro,
tartamudeó. Ni tu padre lo sabía, ¡joder! Se hizo el silencio.
Aquel día todos perdimos parte de nuestra inocencia y Juana, mi
mujer, tuvo que dar algunas explicaciones. A mí me llevaban los
demonios y mi hija lloraba en un rincón. Ella habló por hablar y
destapó un capítulo callado de la historia familiar. Desde luego,
renunció a su cacareada vocación. Y yo tuve que aclarar algo con
Juana.
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