Escondidos
en un recodo del camino los bandoleros acechaban a los viajeros para
desplumarlos. Aquella mañana estaba siendo provechosa, habían
dejado sin blanca a dos aldeanos que volvían del mercado, también
les habían birlado el morral a dos frailes mendicantes y aún
tenían tiempo para dar otro asalto, ya que para el mediodía seguro
que la guardia de caminos se presentaría por allí para poner orden.
Y tuvieron suerte, porque en el horizonte se comenzó a divisar un
bulto que se acercaba. Tomaron posición y cuando llegó el incauto
viajero lo asaltaron, le dieron una manta de palos y le dejaron sin
el atillo de sus pertenecias y sin faltriquera. Y se quedó casi
desnudo, maldiciendo su suerte ante el borrico que le acompañaba sin
entender nada. Los bandidos huyeron a su escondite e hicieron
recuento de las ganancias. Fue un día provechoso. Bueno, no del
todo, porque Saulillo, el meritorio de 15 años que se había sumando
a la banda recientemente, le puso nombre a la última víctima. El
del asno era el compadre Sancho Peregil, el padre del Cuadrillero
Mayor de la Santa Hermandad, Alonso Peregil. Todos se quedaron
pálidos y decidieron huir a lugares reconditos donde permanecer
ocultos por un tiempo. En vano, al de un mes, aquellos disciplinados
jinetes de la Santa Hermandad, vestidos de verde, con un coleto o
chaleco de piel hasta la cintura y unos faldones que no pasaban de la
cadera, les prendieron. Y transcurrido otro mes pasaron por el
patíbulo para escarmiento de todos, para mostrar que la justicia
debe presidir la vida de los pueblos y para mayor gloria de Dios,
todo hay que decirlo. Los dos aldeanos y los frailes medicantes que
iniciaron la historia como perdedores, al igual que Sancho Perejil,
durmieron satisfechos. Dios estaba con ellos.
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