9 nov 2018

Justicia sumarísima

Escondidos en un recodo del camino los bandoleros acechaban a los viajeros para desplumarlos. Aquella mañana estaba siendo provechosa, habían dejado sin blanca a dos aldeanos que volvían del mercado, también les habían birlado el morral a dos frailes mendicantes y aún tenían tiempo para dar otro asalto, ya que para el mediodía seguro que la guardia de caminos se presentaría por allí para poner orden. Y tuvieron suerte, porque en el horizonte se comenzó a divisar un bulto que se acercaba. Tomaron posición y cuando llegó el incauto viajero lo asaltaron, le dieron una manta de palos y le dejaron sin el atillo de sus pertenecias y sin faltriquera. Y se quedó casi desnudo, maldiciendo su suerte ante el borrico que le acompañaba sin entender nada. Los bandidos huyeron a su escondite e hicieron recuento de las ganancias. Fue un día provechoso. Bueno, no del todo, porque Saulillo, el meritorio de 15 años que se había sumando a la banda recientemente, le puso nombre a la última víctima. El del asno era el compadre Sancho Peregil, el padre del Cuadrillero Mayor de la Santa Hermandad, Alonso Peregil. Todos se quedaron pálidos y decidieron huir a lugares reconditos donde permanecer ocultos por un tiempo. En vano, al de un mes, aquellos disciplinados jinetes de la Santa Hermandad, vestidos de verde, con un coleto o chaleco de piel hasta la cintura y unos faldones que no pasaban de la cadera, les prendieron. Y transcurrido otro mes pasaron por el patíbulo para escarmiento de todos, para mostrar que la justicia debe presidir la vida de los pueblos y para mayor gloria de Dios, todo hay que decirlo. Los dos aldeanos y los frailes medicantes que iniciaron la historia como perdedores, al igual que Sancho Perejil, durmieron satisfechos. Dios estaba con ellos.
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