La
avioneta pasó en vuelo rasante sobre el poblado y el piloto nos
saludó desde la cabina agitando la mano izquierda. Era la
confirmación de que los jefes estaban discretamente satisfechos de
nuestro trabajo. Pero justo cuando estaba a punto de remontar vuelo y
alejarse de nuestra vereda, tres decenas de cocos salieron volando
desde la selva, impactando violentamente contra la aeronave y
haciéndola capotar irremisiblemente. Cayó con gran estrépito en
mitad de la selva sin que se pudiera hacer nada por los pilotos. A
los dos días llegaron los capos buscando culpables. En la aldea
nadie sabía nada. Encontraron un grupo de palmeras preparadas como
catapultas para lanzar al aire sus frutos y al lado un rastro
inequívoco de que el ejército era probablemente el autor del
ataque. Nos amenazaron por colaboradores. El sacerdote de la vereda
dio la cara por todos. Hemos dado cristiana sepultura a los pilotos,
les dijo, y en la sacristía tienen la carga que llevaban. Esto les
bastó para dejarnos en paz. Don Elías Vargas nos hizo dos favores.
A saber, durante un año, al menos, nos libraríamos de los narcos y
también podríamos ensanchar la carretera con la tala de las
palmeras que él había destrozado con el invento ese de las
catapultas. Es que no hay como tener un cura guerrillero y con ideas.
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