Los
25 adolescentes que estaban sentados en el parque se entretenían
todos con un móvil en la mano. Menos uno. Reían, comentaban cosas,
se mostraban pantallas entre ellos, de vez en cuando se arremolinaban
alrededor de uno, otras veces se ensimismaban en sus cuentos. Menos
uno. Éste observaba pasar la gente, miraba cómo se mecían los
árboles al viento o cómo bailaban las nubes sobre sus copas,
también miraba de soslayo a la chica que le gustaba y meditaba en la
cabezonería de su madre que se negaba a que utilizara el celular
como el cordón umbilical que lo mantuviera unido a la vida. Lo
siento, recordaba que le decía, si te tienen por el amigo raro y
anormal. La vida no se vive desde un móvil, ¿lo sabes? Salió de
sus pensamientos cuándo todos los amigos interrumpieron su conexión
con el mundo. Ha caído la red, no hay WiFi, exclamaron desolados. Y
se miraron unos a otros sin saber qué hacer. El chico
destecnologizado sonrió. Él sí sabía moverse en aquella
situación. Siguió mirando a la chica que le gustaba, les mostró a
sus 24 amigos cómo oscilaban las copas de los árboles, cómo los
pájaros se afanaban en construir sus nidos, cómo las nubes
iniciaban un baile caprichoso, cómo los bebés que paseaban en sus
cochecitos abrían los ojos desamesuradamente para entender el mundo,
cómo los ancianos apoyaban sus bastones para que sus pasos no
vacilaran, cómo... Los 24 le miraron como si fuera un extraterreste.
Para su suerte, la WiFi se reanudó. De nuevo el adolescente raro se
quedó solo con sus pensamientos. Bueno, le quedó un consuelo, la
chica que le gustaba le sonrió, se le acercó y le mostró el fondo
de pantalla de su iPhone de última generación: era un gorrión
llevando en el pico un trozo de musgo para construir su nido.
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