Se
quejaba amargamente de los muchos ratos vividos sin compañía, se
desmoralizaba ante la falta de conversaciones a su alrededor y lo
resumía, entre resignado y furioso, en una frase lapidaria: A mí
ni el gato me dice miau. Un esporádico confidente, por aquello
de facilitar el desahogo, le preguntó por el nombre del minino.
Pero, ¡si no tengo gato!
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