29 ene 2018

Cosas que aprendimos en el confesionario

Don Antonio Gilsanz era hombre ya de una cierta edad, rechoncho, afable, de habla pastosa e ininteligible, que todos los días se apostaba en el confesonario para oír nuestros pecados. Bueno, los míos pocas veces, porque no frecuentaba su compañía más que una vez al mes, más que nada porque en aquella época yo no sabía qué era un pecado. Decía, pues, que don Antonio Gilsanz era un romántico, ya que después de escuchar las increibles transgresiones de aquellos infantes, se emocionaba viendo su ingenuidad y soltaba un sonoro beso, he dicho sonoro y creo que me quedo corto, en la frente del pecador que tenía frente a sí arrodillado. La banda de maliciosos que estábamos en la capilla teniamos un ranking en el que medíamos el entusiasmo, la intensidad y fogosidad del beso, así que luego interrogábamos al destinatario sobre el porqué. Llegamos a la conclusión de que nadie cometía pecados, que más bien se los inventaba para cumplir con el estandar de pecador que quería escapar del infierno. El caso es que a don Antonio Gilsanz se le preguntó una vez sobre la razón de sus besos y el hombre de voz pastosa y casi ininteligible nos despejó el misterio: Yo no doy besos, que lo mío son ósculos de perdón a santos inocentes. Tal cual. Aquella cuadrilla de incipientes revolucionarios estuvimos unos días dando vueltas a la respuesta de aquel jodido cura, pues según indagamos, el tal ósculo era un beso de respeto y afecto que no tiene que ver con la sexualidad. Esto último ya nos descolocó, porque se abría un nuevo campo de investigación, en el que nos centramos tanto que aún seguimos en ello. Y al tal don Antonio Gilsanz lo dejamos de lado para siempre.
_____ o _____

No hay comentarios:

Publicar un comentario