Caminaba
con torpeza hacia el cadalso empujado por un verdugo que no soportaba
sus lloros y gritos pidiendo clemencia. El esbirro le dio un empujón
que el público jaleó con ganas. En llegando al patíbulo, el sayón
lo situó en posición con un manotazo violento y colocó la soga en
el cuello del reo que tuvo que hacer lo imposible para mantener el
equilibrio y no ahogarse antes de tiempo. El morbo crecía por
momentos entre los asistentes que no dejaban de insultar al inminente
difunto. El restañar del látigo marcaba el compás de los aplausos
y aullidos de la plebe. Cuando el verdugo estaba a punto de accionar
la trampilla para que el reo quedara colgado en el vacío, apareció
en la plataforma el perro del ajusticiado que se abalanazó sobre los
pies de su amo y gimió como sólo puede sentirlo un perro fiel. El
sayón lo lanzó al aire de una violenta patada y aún tuvo tiempo de
rasgar su piel de un certero latigazo. El público, hasta aquel
momento tan insensible con la víctima, se rebeló afeando la
actuación del verdugo y comenzó a lanzarle toda clase de objetos.
El verdugo tuvo que buscar refugio bajo el tablado donde a duras
penas pudo salvar su vida. Mientras tanto, el reo se escabullía por
una calle lateral de la plaza llevando en brazos a su maltrecho can.
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