Donato,
el sacristán de la iglesia de los Desamparados, estaba ya harto de
don Cosme, el párroco del lugar. Ante cualquier situación incómoda
sólo era capaz de quejarse hasta cansar a su interlocutor. El sacristán lo
definía muy bien: habla siempre del problema, nunca de la solución.
Por ejemplo, decía que había corriente y no que convenía cerrar la
puerta, o que había saltado la luz y no que había que activar el
diferencial, o … En fin, don Cosme era un quejica de verdad. Pero
hubo un día en el que el viejo sacristán le tuvo que dar la razón.
Fue cuando en mitad de un acto litúrgico se cayó encima un
gigantesco cirio pascual, que por cierto habia donado la Asociación
de Mieleros sin Fronteras, y le atizó en mitad de la coronilla. En
aquel momento preciso dijo algo así como llama al sepulturero,
Donato. El sacristán,
esta vez, no tuvo que pensar por él. Por primera vez.
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