Era
un talento desaprovechado. Nadie de su alrededor se percató de ello
y él carecía de fe para pensar en sus posibilidades. Fue la
casualidad la que destapó el error, varios años después de su
muerte. Uno de sus manuscritos llegó a manos de un estudioso que lo
ponderó hasta el éxtasis. Hubo unanimidad y ni siquiera aparecieron
envidiosos que le restaran algo de su merecida gloria. Al ejército
de escribidores que aspiraba a traspasar la puertas del Parnaso no
les seducía la idea de competir con un difunto y soñar con su propio éxito póstumo. Y el finado no
se enteró, evidentemente. Su viuda, sin embargo, disfrutó los
réditos sin decir a nadie que ella era la verdadera autora de
aquellos escritos tan celebrados.
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