Por
beber una copa de vino perdí mi empleo. No piensen que que fue por
ingerir alcohol en horas de trabajo, acaso por quebrantar una norma,
ni siquiera por dejar mermadas mis facultades mentales o físicas.
No. Simplemente fue porque yo, un becario animoso e ingenuo, hice
montar en cólera al jefe. Y me explico. Todo empezó con la cata de
vinos que organizamos en el restaurante con los mejores expertos de
la zona. Se estudiaron a fondo una docena de vinos y uno de ellos
resultó ganador al lograr la mayor puntuación y la unanimidad en
los elogios. Era, eso lo supe después, un Conde de Luna. Me pasaron
una copa y yo me la trasegué de golpe, sin respirar. El jefe se
enervó y me llamó animal. ¿Tú sumiller? ¡Y una mierda! Tú has
nacido para beber agua. Y me echó. Luego me explicaron que aquel
vino era digno de mejor final, que precisamente acababa de pasar una
examen donde analizaron sus cualidades visuales (nitidez,
intensidad,
color,
lágrimas y burbujas), su toque olfativo (según los aromas que
despedía en reposo y después de agitarlo para precisar su
“bouquet”), y sus cualidades gustativas (tras empapar la lengua
para saber su equilibrio entre dulce, ácido y amargo, medir su
astringencia o textura, medir, en última instancia, las sensaciones
en la boca, si eran de corta o larga duración). En fin, que me di
cuenta que había toda una cátedra detrás de una copa de vino. Y
yo, tonto de mí, llegué a la cata pensando únicamente en si se
escribía sumiller o sommelier.
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