El
partido se desarrollaba según los cauces previstos, el equipo local,
alentado por sus seguidores, ponía más corazón que orden y el
equipo visitante, con alguna que otra brusquedad, mantenía de renta
el único gol que ondeaba en el marcador. El público presenciaba el
encuentro entre aburrido y malhumorado, animando a su equipo e
increpando al árbitro y a los jugadores contrarios. Pero de repente
llegó la catarsis. Penalti a favor. El público enfervorizado
gritaba, aplaudía, se excitaba presumiendo el empate. En la grada
local todo era euforia y éxtasis. Menos en uno de los vomitorios.
Allí había un niño de unos cinco años que empezaba a llorar
desconsoladamente encima del helado que llevaba en la mano. Su cara
era la pura expresión del pánico, estaba perdido, buscaba a su
padre. Y el chiquillo fue el único que no se enteró de que aquel
penalti fue gol. El padre, descendido del mismo cielo en aquel
preciso instante, se percató del drama del niño y le hizo señas.
El niño se calmó sin más, dio un lenguetazo al helado y se acercó
a su localidad. Gol, ha sido gol, le explicaba el progenitor. Está
salado, se quejaba el niño levantando el cucurucho. No le importó
que acto seguido se le cayera al suelo tras el quinto golpe en la
espalda que le propinó su padre que, ya eufórico perdido, no dejaba
de gritar, gol, gol, gol.
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