7 oct 2016

Por Sócrates

Justo cuando la tormenta se encontraba en su momento más álgido, con una fábrica de rayos y truenos capaz de abrumar al más valiente, el famoso gallo de Asclepio se puso a cantar. La señora Eulacia de Samos se acercó al gallinero a calmar al inquilino. No son horas de anunciar el amanecer, le reprochó. Pues lo parece, se disculpó el ave, pido perdón, aunque tengo un presentimiento fúnebre, anunció. Calló la dueña por puros remordimientos y no dijo que el día anterior había convenido con un tal Sócrates vendérselo para poderlo sacrificar en el altar de Asclepio, dios griego que tenía el don de la curación. Los hechos se precipitaron y primero murió el gallo por imperativo religioso en el ara sagrada y después el filósofo griego por efecto de la cicuta y por decisión de los rigurosos guardianes del orden establecido, no sin que antes, en plena agonía, Sócrates pronunciara las últimas palabras de su vida: "Critón, le debemos un gallo a Asclepio. Paga mi deuda y no la olvides". Es así como el gallo de Esculapio, para los romanos, Asclepio para los griegos, alcanzó la fama universal, fama que no sirvió para convertirse en símbolo de la salud que, por cierto, le birló la serpiente que vemos en la farmacopea.
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