Cada
una de las hojas contenía muchas palabras, todas en orden, sin
romper el renglón ni usurpar los márgenes, todas con una altura
regular y todas teñidas de negro sobre fondo blanco. Habían jurado
al impresor mantener la disciplina y seguir en su lugar, que esa era,
así les habían dicho, la única manera de trasportar sentido y
significado, una misión de la que estaban muy orgullosas. Cada vez
que unos ojos ansiosos observaban los caracteres de imprenta y los
dedos pasaban las hojas, sentían cumplida su misión y se llenaban
de orgullo. De esa manera se armaban de moral y fuerza para aguantar
las temporadas interminables que se pasaban quietas y paradas en el
libro olvidado en un anaquel, sobre una mesa, en un cajón. Pero todo
quedaba compensada en el instante que alguien tomaba de nuevo el
libro en su manos, deslizaba su mirada sobre cada una de las letras
allí impresas, sin olvidar ni una de ellas. Eran entonces felices,
cumplían su misión.
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