Por la boca muere el pez

Y ni se te ocurra, hijo mío, tragarte un anzuelo, decía la mamá trucha a su truchito. Así desapareció ayer tu hermanito, y anteayer el tío Cucharillas. No lo olvides, le advertía, se camuflan en una lombriz o insecto goloso y te enganchan por la boca y luego ya estás perdido... Te sacan a la superficie y a saber qué te pasa luego.

El niño truchito, asombrado, seguía preguntando a ver si no había vuelto nadie contando la experiencia en tierra, y su madre le recordó la experiencia borrosa del tío Cucharillas que contaba que, de joven, había picado un anzuelo, le habían arrastrado fuera del agua y que volvió aturdido al río. Recordaba vagamente que unos tentáculos le agarraron por las agallas y que él se escurrió y escapó dando coletazos a diestro y siniestro, que no vio nada más, aunque sí recuerda que el aire era muy dulce y penetrante.

El truchito se arrimó al lomo de la madre y juró que nunca se dejaría llevar de la tentación. Echaba mucho de menos al tío Cucharrilas que desde hacía dos días no le sacaba de paseo entre los juncos del río. Recordaba cómo le advertía que ése era el mejor lugar para estar protegido de las nutrias, unos demonios oscuros que aparecían detrás de unos dientes afilados, de las garzas que te atravesaban con un cuchillo que llevan en el pico, de las águilas pescadoras que tienen unas garras como puñales... Claro, decía el truchito, el tío Cucharillas no me habló de los anzuelos, mira qué despiste. Pero ya se sabe, concluía, con la edad estos viejillos pierden la memoria y la vista y acaban metiendo la pata, perdón, la boca en cualquier emboscada.

Y justo en aquel instante vio balancearse a su lado una lombriz de tierra que por pura torpeza, pensó, había caído en el remanso en el que él se encontraba. La observó con prudencia, sintió cómo sus fauces se tensionaban de pura gula y se lanzó en tromba a por ella. No le dio tiempo a escuchar el grito de su madre que le señalaba desesperadamente que aquello, precisamente aquello, era un anzuelo. 

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