Érase
una vez un rey viejo y cansado que decidió abdicar y dejar paso a
sus tres hijas, de tal modo que repartió su reino, cedió el
gobierno y sólo se reservó el derecho a residir en el castillo de
cada una de sus herederas no más de un mes seguido. Las dos primeras
se portaron mal con su progenitor, primero haciéndole desprecios e
ignorándole y después usurpando descaradamente su trono, por lo que
se refugió en la mansión de la hija pequeña a la que injustamente
había desheredado en un arrebato de orgullo. Y ésta, lejos de
guardarle rencor, lo acogió en su hogar y le dispensó un buen
trato.
En
paralelo se fue desarrollando otra historia plagada de ambición.
Gonerilda y Regania, las dos hijas mayores, y sus consortes entraron
en rencillas y guerras particulares. Y ése fue el momento en el que
Cordelia, la hija menor, ya casada con un rey vecino, entró en
guerra con sus hermanas y acabó coronándose reina soberana en el
trono paterno, haciendo que el destino premiara a la que más lo
merecía.
Pero no acaba ahí la historia, pues el reinado de la hija menor no fue tan feliz, pues con el tiempo los hijos de sus dos hermanas mayores se alzaron en armas contra ella y la hicieron prisionera, momento en el que Cordelia, desencantada de la vida, aprovechó para suicidarse.
Ya se
ve, un argumento enrevesado y torpemente desarrollado por Juan
Badaya, aunque parezca un digna trama de culebrón. Por cierto, él
cree que Shakespeare, el genial dramaturgo inglés, le ha plagiado.
Sí, estos hechos se parecen mucho a la historia de uno de sus
personajes, uno que se hacía llamar el Rey Lear. Por lo menos, los
nombres de las tres hijas y hermanas coinciden... Mírenlo y le avisan.Pero no acaba ahí la historia, pues el reinado de la hija menor no fue tan feliz, pues con el tiempo los hijos de sus dos hermanas mayores se alzaron en armas contra ella y la hicieron prisionera, momento en el que Cordelia, desencantada de la vida, aprovechó para suicidarse.
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