13 abr 2016

Justicia celestial

Al llegar a la puerta del cielo, le preguntaron al dictador que vivía al oeste por qué había causado tanto horror entre sus conciudadanos, y contestó que lo hizo por derrotar al comunismo y a la masonería y así defender una sociedad cristiana y civilizada. Que su dios le premiaría largamente, añadió. No dijo que sus bolsillos habían reventado más de mil veces de tanto acumular riquezas, ni de que vivía empachado de confort.
En la misma época llegó a las puertas del cielo el dictador que vivía en el este y le interrogaron sobre el porqué de tantas muertes y tropelías entre sus gentes. Se justificó diciendo que defendía la liberación del pueblo y el fin de la era capitalista. No mencionó las regalías que había logrado para sí, ni la fortuna que había amasado, pero estaba seguro que la clase obrera se lo agradecería eternamente.
Cuando se acercó a las puertas del cielo el dictador que vivía al sur del mundo le repitieron la misma pregunta y se justificó diciendo que quería librar a la humanidad de infieles e instaurar un mundo regido por la ley islámica, que su dios se lo premiaría, sin duda. Y no citó para nada la vida muelle que había disfrutado en este mundo terrenal.
San Pedro, el encargado de dar los pasaporte para el cielo, puesto logrado en las últimas oposiciones ecuménicas a Guardián del Paraíso, se lo pensó y al cabo de una breve reflexión les denegó el acceso.
-Pase que haya dado entrada a muchas de vuestras víctimas por sus vidas ordenadas, íntegras y sufridas -les argumentó-, pero no me cuadra que ahora os podáis reunir con ellas sin que os puedan recriminar el pasado perdiendo los modales celestiales. Eso no es posible en el cielo. Hala -les indicó señalando amenazadoramente la puerta con el dedo índice-, iros todos por donde habéis venido y pasaros por el infierno que es lo único en lo que tenéis verdadera experiencia.
-Pero... -dijo uno de ellos.
-Es que... -le interrumpió el otro.
-Escucha, de verdad que... -dijo el tercero atropelladamente.
-¡A la mierda! -les gritó, llevándose de inmediato la mano a la boca y añadiendo-. ¡Uy, perdón!, que en el cielo no se dicen palabrotas, ni están permitidos los malos modos. Y tapándose un ojo con la mano izquierda, les echó de allí con una patada a cada uno en sus respectivas posaderas. Desde lo alto, el que todo lo ve, dejó oír su voz de trueno.
-Bien, Pedro, bien. Es justo lo que haces, pero al de derechas le has dado un poco más suave ¿eh? ¡Que se te ve el pelo...!
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