Faustino
de la Parte quedó ciego en el frente por una explosión que le
reventó los ojos. Como mutilado del bando vencedor, recibió ayuda
para regentar un quiosco de prensa que le permitió ganarse la vida.
Formó una familia con seis hijos, uno de los cuales soy yo. Crecí
pensando que mi padre era una gran persona, pero hubo alguien que me
hizo dudar de ello. Fue mi amigo de pupitre en la escuela, Santi Boj.
Él, con toda su inocencia, me contaba las hazañas de su padre en la
guerra, sus años de prisión, su condena a muerte y cómo consiguió
la amnistía por mediación del papa Juan XXIII. Mi amigo me tenía
fascinado con sus historias. Yo le pregunté a mi padre por su pasado
como soldado y sólo me contó que el primer día que fue al frente
se protegió en una trinchera y allí mismo cayó un mortero del 35
que le dejó una buena ración de metralla encima. Y que ya no se
acordaba de más, porque pasó todo el tiempo en retaguardia y en un
hospital.
Yo le conté todo esto a mi colega, agrandando todo lo
posible la leyenda de mi padre, pero no podía competir con las
ráfagas de metralleta que esquivó el progenitor de mi amigo, ni con
los bombardeos que sufrió, ni con las largas marchas por las
montañas, ni con los malos tragos en el presidio o los trabajos
forzados que padeció. Frustrado de tanta desproporción me quejé a
mi padre. Tú no hiciste casi nada en la guerra, le dije, el que
luchó de verdad fue el padre de Santi Boj. Mi padre me miró sin
verme y con aquella voz profunda que él sacaba
en las grandes ocasiones puso las cosas en su sitio. Mira, ni él ni
yo elegimos el bando, me dijo. La guerra fue cruel para todos, para
ellos que la perdieron y para mí que salí vencedor y perdí la
vista. Olvida la guerra y dedícate a vender periódicos. No olvides
que el señor Boj es un buen cliente.
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