21 mar 2016

Cerrando heridas de guerra

Faustino de la Parte quedó ciego en el frente por una explosión que le reventó los ojos. Como mutilado del bando vencedor, recibió ayuda para regentar un quiosco de prensa que le permitió ganarse la vida. Formó una familia con seis hijos, uno de los cuales soy yo. Crecí pensando que mi padre era una gran persona, pero hubo alguien que me hizo dudar de ello. Fue mi amigo de pupitre en la escuela, Santi Boj. Él, con toda su inocencia, me contaba las hazañas de su padre en la guerra, sus años de prisión, su condena a muerte y cómo consiguió la amnistía por mediación del papa Juan XXIII. Mi amigo me tenía fascinado con sus historias. Yo le pregunté a mi padre por su pasado como soldado y sólo me contó que el primer día que fue al frente se protegió en una trinchera y allí mismo cayó un mortero del 35 que le dejó una buena ración de metralla encima. Y que ya no se acordaba de más, porque pasó todo el tiempo en retaguardia y en un hospital.
Yo le conté todo esto a mi colega, agrandando todo lo posible la leyenda de mi padre, pero no podía competir con las ráfagas de metralleta que esquivó el progenitor de mi amigo, ni con los bombardeos que sufrió, ni con las largas marchas por las montañas, ni con los malos tragos en el presidio o los trabajos forzados que padeció. Frustrado de tanta desproporción me quejé a mi padre. Tú no hiciste casi nada en la guerra, le dije, el que luchó de verdad fue el padre de Santi Boj. Mi padre me miró sin verme y con aquella voz profunda que él sacaba en las grandes ocasiones puso las cosas en su sitio. Mira, ni él ni yo elegimos el bando, me dijo. La guerra fue cruel para todos, para ellos que la perdieron y para mí que salí vencedor y perdí la vista. Olvida la guerra y dedícate a vender periódicos. No olvides que el señor Boj es un buen cliente.
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