Jadeante
y sudoroso llegué a la cumbre de un monte endemoniado que está al
sur de mi ciudad. En los últimos metros adelanté a un hombre mayor,
ya entrado en los 80, que caminaba con paso decidido, ayudado de un
bastón con el que marcaba el paso. Ni me saludó. Ya en la cima
observé el buzón,un cilindro metálico vertical con una puertita
que se deslizaba hacia arriba y abajo, donde los montañeros
federados aún hoy dejan su nombre como prueba de su esfuerzo. Allí
disfruté de las vistas tratando de reconocer los lugares más
familiares, otras cumbres que ya había pisado, el mar a lo lejos,
las nubes que descansaban en el fondo de los valles, el...
Un estruendo horrible me desasosegó de repente. Era el anciano montañero que, llegado a la meta, agitaba fuertemente la puertita del buzón. Era su grito de triunfo, vamos, un decir aquí estoy yo con orgullo y poco miramiento hacia los que estábamos al lado. Yo me encogí de hombros, él giró la cabeza, me vio, se quitó unos auriculares, conectó con el mundo circundante y me saludó.
Un estruendo horrible me desasosegó de repente. Era el anciano montañero que, llegado a la meta, agitaba fuertemente la puertita del buzón. Era su grito de triunfo, vamos, un decir aquí estoy yo con orgullo y poco miramiento hacia los que estábamos al lado. Yo me encogí de hombros, él giró la cabeza, me vio, se quitó unos auriculares, conectó con el mundo circundante y me saludó.
-Hola
-me dijo-, subo una vez cada año desde hace 50.
-Un
chaval -le respondí, viendo en él más ganas de vivir que otra
cosa. Me sentí más animado para envejecer, lo reconozco.
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