Llevaba
mucho tiempo sin recibir una carta en el buzón de correos de mi
casa, tanto que el día que vi un sobre blanco en el interior
convoqué una fiesta entre mis vecinos. Quería compartir con ellos
aquella alegría y saqué una botella de champagne en copas de
postín. La carta era de mi anciano tío, misionero en una aldea
perdida en un afluente del Amazonas, que me mandaba abrazos, me pedía
ayuda para su poblado indígena y me aseguraba que el Señor estaría
conmigo guiando mis pasos en este mundo. Los vecinos me felicitaron
por tener tan importantes amigos e iniciaron una colecta que debió
dejar muy reconfortado a mi tío y que a mí me dejó mejor preparado
para el día del juicio final. Fue un gran día.
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