En
el campo de batalla de Waterloo, Thenardier se arrastraba
entre
cadáveres hurgando sin escrúpulos en los bolsillos para apropiarse
de las pertenencias de los caídos. Bajo un montón de cuerpos vio
una mano que se movía y vio un hermoso anillo en el dedo. Le costó
librar el cuerpo del herido al que quitó de encima todo lo que
llevaba. Convencido de que su víctima estaba en las últimas no dudó
en decirle su nombre.
-Gracias,
sargento Thenardier por salvarme -le contestó el moribundo coronel
Pontmercy.
El
expoliador de cadáveres inmediatamente desertó y sin uniforme ni
galones se pasó a la vida civil, donde consiguió llevar una vida
miserable muy acorde con la altura de miras de su espíritu. Mas
quiso la fortuna que el coronel herido tuviera tiempo de dictar un
testamento en el que quiso premiar a su pretendido salvador y pasó
el encargo a su hijo.
Éste,
desconocedor de los hechos reales, cumplió su voluntad localizando
al felón y entregándole una importante suma de dinero.
Mas
fue tanto el desasosiego que le produjo al escritor tamaña historia
que trató de dejar las cosas en su sitio con un final justo donde el
Thenardier cobrara su merecido. No en vano don Víctor Hugo habla de
miserables. Yo mismo, durante la lectura, acompañé al autor en su
angustia por no dejar sin castigo al poco edificante Thenardier.
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