18 sept 2015

En estos tiempos

El turista se perdió en Arlés, hermosa ciudad del mediodía francés y se quedó sorprendido por la amabilidad de sus gentes y las numerosas ruinas romanas que aún perduraban, entre ellas el magnífico anfiteatro, donde hombres y bestias se desangraban en público hace más de dos mil años para deleite de la concurrencia.
-Hoy más o menos se hace lo mismo -le comentó un acompañante. 

-¿? 
-Mira -le dijo señalando unos carteles que anunciaban corridas de toros.
Fue entonces cuando el turista miró al interior del monumento y vio que sobre la robusta fábrica de piedra se elevaban unos graderíos de mecano-tubo que podían albergar más de 20.000 espectadores y que, con toda evidencia, hacía de coso taurino.
-Estamos en tierra torera -le explicaron-, en la Camarga francesa, esa llanura que abraza al Ródano en su desembocadura
-Además añadió otro mostrándole un folleto-, hay una raza de toro propia, el Taureau de Camargue, o dicho en lengua provenzal, el Raço di Biou.
-Pero no mueren en la plaza ¿eh? -le advirtieron-, que aquí no se derrama sangre en la arena, sólo en el matadero antes de llevarlos a la carnicería...

El viajero no escuchó más y se adentró en sus pensamientos que indefectiblemente le llevaron a pensar en los curiosos caminos que siguen las culturas de este mundo terrenal.
-¡Ah -se dijo-, es que estoy en la France.
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