El
turista se perdió en Arlés, hermosa ciudad del mediodía francés y
se quedó sorprendido por la amabilidad de sus gentes y las numerosas
ruinas romanas que aún perduraban, entre ellas el magnífico
anfiteatro, donde hombres y bestias se desangraban en público hace
más de dos mil años para deleite de la concurrencia.
-Hoy
más o menos se hace lo mismo -le comentó un acompañante.
-¿?
-Mira
-le dijo señalando unos carteles que anunciaban corridas de toros.
Fue
entonces cuando el turista miró al interior del monumento y vio que
sobre la robusta fábrica de piedra se elevaban unos graderíos de
mecano-tubo que podían albergar más de 20.000 espectadores y que,
con toda evidencia, hacía de coso taurino.
-Estamos
en tierra torera -le explicaron-, en la Camarga francesa, esa llanura
que abraza al Ródano en su desembocadura
-Además
añadió otro mostrándole un folleto-, hay una raza de toro propia,
el Taureau
de Camargue,
o dicho en lengua provenzal, el Raço
di Biou.
-Pero
no mueren en la plaza ¿eh? -le advirtieron-, que aquí no se derrama
sangre en la arena, sólo en el matadero antes de llevarlos a la
carnicería...
El
viajero no escuchó más y se adentró en sus pensamientos que
indefectiblemente le llevaron a pensar en los curiosos caminos que siguen las culturas de este mundo terrenal.
-¡Ah
-se dijo-, es que estoy en la France.
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