De
niño contemplé muchas veces cómo el abuelo sacaba su tabaco de
cuarterón y liaba un cigarro con sus rudas manos de campesino; luego
yo contemplaba absorto cómo la ceniza se mantenía inverosímilmente
unida al cigarro hasta caer siempre fuera del balde en el que
ordeñaba sus vacas. Yo era el nieto mayor y, por méritos naturales,
llegué a ser su cómplice en el vicio de fumar. Me sabía todos los
escondrijos donde ocultaba el tabaco de liar y disimulaba ante la
implacable abuela que luchaba por sacarlo del vicio.
Con
la edad hizo un pacto con su esposa querida y pasó a fumar
diariamente un farias,
el puro
más popular de la época. Y para no hacer eternas las mañanas o las
tardes, hizo siempre dos mitades de cada cigarro puro que distribuía
al gusto. Tan al gusto que cuando su tenaz mujer le sorprendía
fumando, siempre aseguraba que era la primera mitad de cada puro
diario. A saber cuántos puros ultimaba cada día, que mi mente
infantil e inocente no era capaz de contarlos.
Además, sospecho que mi
abuelo nunca quiso enseñarme aritmética en serio.
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