Érase
una vez un mono que vivía cautivo en un zoo urbano, rodeado de
congéneres con una amplia gama de paranoias. A él le dio por
adoptar pose de filósofo pensante y quedarse ensimismado observando
a los humanos que se apelotonaban en el cercado donde estaba recluido
contra su voluntad. Muchos de los visitantes eran ruidosos y hacían
comentarios frívolos que él aguantaba impasible. Otros humanos, sin
embargo, permanecían pensativos en el vallado, pendientes del simio
y, se puede suponer que, reflexionando sobre las profundas
contradicciones que tiene el vivir. Solamente en esos casos el mono
filósofo, al ver gente con inquietudes de primate, alzaba su mano a
modo de saludo cómplice y obsequiaba a los curiosos con una mirada
melancólica. Dicen que los que captaban el mensaje se iban
reconfortados, dispuestos a hacer un mundo mejor.
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