-No puede usted hablar con los clientes -le dijo un camarero
también emigrado como ella-. Usted limítese a barrer, fregar y dejar todo reluciente.
Ante su cara de extrañeza, otro mesero, también emigrante, le explicó la norma.
-No se puede molestar a la clientela.
Y Marilena, un pozo de curiosidad y simpatía, se tuvo que resignar a seguir las conversaciones en silencio, recibiendo más de una vez regañinas por excederse, con su castellano vacilante, en el saludo a alguno de los habituales de la cafetería. Tampoco faltaron ocasiones en las que le recordaron que ocupaba el escalafón más bajo en el micromundo laboral de aquel local hostelero.
Pero un día llegó el desquite. Unos turistas alemanes solicitaron un servicio en inglés. Los camareros se las veían y deseaban para satisfacerles, no acertando a interpretar correctamente sus deseos. Ante un diálogo tan caótico, Marilena se ofreció de intermediaria y no sólo en la lengua de Shakespeare, sino en la lengua de la mismísima Angela Merkel dejó satisfechos a los visitantes. Estos entablaron una fluida conversación con ella y dejaron una sustanciosa propina para los ofuscados camareros.
Al día siguiente, Marilena pidió el finiquito en la empresa.
-Trabajo como intérprete para una empresa alemana -les dijo.
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