Un
conocido e influyente político argumentaba ante sus correligionarios
que una medida para saber el acierto de sus decisiones era ver la
reacción entre sus rivales y aún entre la población.
-Ladran,
luego cabalgamos -era el colofón a su argumento.
Era
tal la convicción de estar poseído de la verdad que para él era
una sorpresa periódica ver la escasa valoración que recibía en la
encuestas de opinión. Así que, para evitar tamaña contradicción,
las prohibió.
Y
por un breve período de tiempo, no más, la historia se estuvo
escribiendo únicamente con sus palabras.
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