Imperceptible impunidad
La cebolla perdió su primera capa y protestó con un gemido apenas perceptible. Al poco le separaron el muñón que aún quedaba de sus raíces y de la cresta que coronaba su redondez plácida.
Contuvo la respiración antes de prorrumpir en un grito sin final que retumbó en la cocina. La estaban triturando en pequeñas porciones y lanzando hacia una sartén en la que crepitaba el aceite. Antes de inmolarse como mártir de la nueva cocina, soltó un juramento que no llegó a su final porque murió allí mismo. Su espíritu exánime quedó flotando en la atmósfera de la cocina como una maldición para el autor del cebollicidio.
-Me empiezan a llorar los ojos -dijo el criminal. Algo sabía él de su fechoría.
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