14 feb 2014

Barragana

David de la Flor transitaba por la infancia como un niño feliz. Carecía de malicia y veía con candidez lo que los adultos trataban con morbo e hipocresía.
-No desearás la mujer del prójimo -leía de corrido el sacerdote en la sesión de catequesis a la que asistía con un grupo de infantes.
-Don Fernando -interrumpió David de la Flor levantando el dedo para intervenir-. Tengo una pregunta.
El sacerdote se secó el sudor de la frente, se frotó las manos nervioso y, temiéndose lo peor, se preparó para tratar una cuestión espinosa.
-Dime, veré si puedo o debo responderte -le advirtió-. Sabes que hay cosas que se deben explicar a su tiempo...
-Verá usted, es que no sé una cosa...
-Sé breve, hijo mío.
-Que es eso de desear la mujer del prójimo, no lo entiendo.
-Verás, los hombres sabes que son pecadores -le explicó secando sus manos sudorosas sobre la sotana- y que no se conforman con lo que Dios les da y entonces quieren más, quieren lo del prójimo.
-Sí, don Fernando, pero si lo único que yo no sé es quién es el prójimo, cómo voy a desear...
-¡Ah Davicín -respiró el cura aliviado al ver el tipo de pregunta que le planteaba el niño-. Prójimo es toda persona que vive a tu lado. Por ejemplo, yo soy tu prójimo.
-Entonces yo no puedo desear a Isabelita que es su mujer, ¿verdad?
Don Fernando se puso muy rojo de sorpresa y confusión. Era la primera vez que alguien descubría el gran secreto del cura. Salió del paso de la manera más tonta, con una frase de catálogo para niños de catequesis. 

-¡Qué gracioso eres Davicín -soltó acompañado de una carcajada-. Los curas no se casan nunca. ¡Ja, ja, ja!
Doña Isabelita, que seguía la sesión desde la sacristía ordenando los ornamentos sagrados, sufrió un sofoco, pues nunca se había sentido señalada con el dedo tan directamente.
Pero ambos estaban equivocados. Era un secreto a voces que los convecinos no aireaban, por aquello de que es mejor tener al cura como colega que como enemigo.

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